Comentario
El telón de fondo sobre el que discurre toda la política europea analizada en el Concilio de Basilea es el debate acerca de la configuración de la Iglesia; si ésta es una organización monárquica, cuya cabeza es el Pontífice, sucesor de san Pedro, o se trata de una comunidad de fieles, representada en el concilio, cuya presidencia ostenta el Papa. El debate, bastante anterior, ira creciendo en intensidad durante la celebración del concilio hasta derivar en un insalvable enfrentamiento y en la rebelión conciliar.
Aparentemente, superadas las desconfianzas iniciales, se reproducirán las tensiones en razón de los más diversos episodios de la vida del Concilio. La fuerza de las doctrinas conciliaristas alcanzaba un triunfo aparentemente completo en diciembre de 1433; durante año y medio se vive una tensa calma en la que se trata sobre la unión con los griegos y parece estudiarse seriamente la reforma. Ambas se abordan, en realidad, como un aspecto más de la rebeldía conciliar.
Entre las medidas de reforma, en junio de 1435, el Concilio acordaba la supresión de "annatas", es decir, la cantidad que debían pagar a la Cámara apostólica quienes ocupaban un cargo de designación pontificia, equivalente a la renta anual en que dicho cargo estaba tasado. Se trataba de eliminar ciertos abusos; en realidad se pretendía asfixiar económicamente al Papado.
Aunque sobre Papa y Concilio se hicieron presiones para ablandar las respectivas posturas, y se trató de mantener abierto el dialogo, el ambiente era tenso, muy poco adecuado para abordar las graves tareas que se acometen en ese tiempo. Otras decisiones conciliares, adoptadas en marzo de 1436, significaban una inaceptable intromisión conciliar en la esfera de la autoridad pontificia y venían a tensar todavía más las ya difíciles relaciones.
La negociación con los griegos se convierte en otra nueva fisura entre Papa y Concilio, que culmina en la propia división del concilio, en mayo de 1437, con ocasión de la aprobación de los contradictorios decretos señalando sede para el concilio ecuménico. Este hecho se convirtió en el argumento que decidió al sector conciliarista de la asamblea a la acción definitiva contra Eugenio IV; por eso se aprueba, en julio de este año, la citación del Papa ante la asamblea, mantenida a pesar de los esfuerzos desplegados para lograr su anulación.
Siendo imposible el dialogo, Eugenio IV, en septiembre, declaraba clausurado el Concilio de Basilea y convocaba un nuevo sínodo en Ferrara, de acuerdo con el concilio, entiéndase aquella parte del Concilio que había tomado esta decisión. Por parte conciliar la respuesta fue contundente también: se declaró contumaz al Papa y se anunció que el Concilio procedería en consecuencia. No puede caber duda de los proyectos del Concilio de no mediar una rendición incondicional del Papado.
Ninguna de las naciones representadas en concilio dudó de la gravedad de la situación: algunas embajadas protestaron formalmente de las medidas contra el Papa; los más partidarios del concilio reclamaron cautela.
Todo en vano. En octubre, un decreto conciliar exponía ampliamente las acciones de Eugenio IV como orientadas a dificultar la labor del concilio, y justificaba la labor de la asamblea con argumentos evangélicos, escriturísticos y de los decretos del Concilio de Constanza. Se otorgaba a Eugenio IV un plazo de cuatro meses para rectificar, anunciándose que, en caso contrario, se le declararía temporalmente en suspenso en sus funciones; al cabo de dos meses de suspensión temporal, ésta se convertiría en definitiva y el concilio decidiría las medidas a adoptar.
Papa y Concilio se lanzan a una intense ofensiva diplomática tratando de justificar su actuación y de lograr apoyos internacionales. Algunas potencias afirman desde el primer momento su voluntad de mantenerse junto al Papa; otras alaban la actividad conciliar, incluso se detecta una profunda simpatía hacia la asamblea, pero el temor a un nuevo Cisma les hace tomar distancias. Sólo Alfonso V de Aragón y su aliado, el duque de Milán, apoyan, al parecer sin reservas, al Concilio, dispuestos a obtener las máximas ventajas políticas.
Hubo intentos de reconciliación, en particular a cargo de Segismundo y de los electores alemanes, pero fueron vanos. A comienzos de enero de 1438, la sensación entre las delegaciones de los distintos reinos que estaban presentes en Basilea, era que pronto abandonarían la ciudad conciliar.
El Concilio de Ferrara abría sus sesiones el 8 de enero; unos días después, el 24, el de Basilea decretaba la suspensión de Eugenio IV, por considerarle nocivo para la Iglesia, anunciando que proseguiría las actuaciones contra él sin ulteriores plazos. Esta decisión se complementaba con otra serie de medidas para atender al gobierno de la Iglesia durante la vacante y para profundizar en la reforma.
El 24 de marzo se citaba a Eugenio IV ante el Concilio para que, el próximo 14 de abril, respondiese a una larga serie de acusaciones; también se acusaba de abierta desobediencia a todos cuantos permanecían junto al Papa, haciéndoles las más severas advertencias. A pesar de la dureza de las amenazas, se hará cada vez más evidente el aislamiento de la asamblea de Basilea y el reforzamiento de Eugenio que, a comienzos de marzo, recibía en Ferrara a los griegos; el número de asistentes a este concilio era ya muy superior al de Basilea.
Las naciones van también apartándose, lentamente, del concilio basiliense. En primer lugar Inglaterra, que se sentía maltratada, pero también el resto de naciones que, sin comprometerse en apoyo del Concilio, tratan de salvar los aspectos de la reforma que son de su interés, y procuran evitar a toda costa la apertura de un nuevo Cisma. En octubre de 1438 hace pública su postura el duque de Milán; es muy reveladora, porque no puede ser considerado un amigo del Papa: comunicaba al Concilio que no estaba dispuesto a apoyar una trayectoria que conducía al Cisma; era preciso negociar y designar otra sede, distinta de Basilea y Ferrara, para la prosecución del sínodo.
El 12 de diciembre, una embajada alemana proponía ante el Concilio una solución bastante similar a la apuntada por el duque de Milán. Un mes después era presentado un documento, por iniciativa conjunta de las naciones, en que, defendiendo aquellas propuestas, se establecía un calendario muy estricto para la ejecución de un plan para salir de aquella situación. Según este proyecto, en el plazo de cinco meses como máximo, podrán continuarse las sesiones conciliares en una ciudad imperial: Estrasburgo, Constanza o Maguncia.
En abril, durante la dieta imperial en Maguncia, con la asistencia de embajadores de Alemania, Francia, Castilla, Portugal y el ducado de Milán, se debatió y aprobó aquel proyecto que fue elevado al Concilio como iniciativa conjunta de esas naciones, a las que se sumó Aragón.
La respuesta conciliar consistió en una radical exposición de la doctrina de la superioridad conciliar, una memoria de los acontecimientos sucedidos hasta el momento y, en consecuencia, la negativa a aceptar la propuesta conjunta. Esta decisión conciliar provocó una respuesta conjunta de todos los embajadores rechazando los argumentos conciliares y advirtiendo que se había llegado al punto final y que los reyes a quienes representaban actuarían en conciencia.